Bar de antaño con mucho encanto junto al mercado de El Puerto, no dejes de probar nuestros molletes. A media mañana llegas al Vicente. Entras por la Placilla y al momento te acoge una suave y cálida algarabía de voces, movimientos, tintineos y conversaciones. Desde dentro, ya en tu mesa, la calle aparece como una película, con sus paradas, sus saludos. El bullicio propio de un zoco.
El Vicente en sus altas paredes verdes está poblado de antiguos carteles. De Toros, de etiquetas de Brandy, de botellas de fino. En conjunto transmiten un espeso sabor de sabiduría vital. "Brandy muy viejo que deleita fragante juventud". En otro, desde un marco circular y amarillo, un abuelo de larga barba bíblica y chispeantes ojos, con aire de haber vivido bien, nos avisa entre consejo y confidencia, y como otro tertuliano más, que "siempre bebí Centenario". En la pared de enfrente, entre dos ventanas, un torero y un picador de otros tiempos charlan pausadamente, quien sabe de qué, ante un oscuro fondo de bodega.
El resto de los habitantes del Vicente somos gente variada. Familias enteras, solitarios sumidos en sus lecturas, ese hombre enjuto y entrado en años, con gafas gruesas y gorra verde-monte que se toma los churros mojándolos mientras echa una ojeada.
Tomas café, lees, y de la misma manera que a tu alrededor se desmelena ese impulso vital, otro pulso esta vez interno, íntimo, aparece poderoso, fluido, lleno de sensaciones, como animado por ese brío exterior de trajín y actividad. Surge así una emoción cercana a la aventura, un anticipo de fecunda libertad creadora.
Al Final el saludo obligado y afectuoso a Vicente es in reconocimiento y una promesa.La de volver el próximo sábado.